La política de Boris Johnson se sitúa, para
Thierry Meyssan, en perfecta continuidad con la historia británica. Si
en vez de utilizar como referencia las declaraciones de campaña
del primer ministro británico analizamos más bien sus escritos,
veremos que la política de Boris Johnson está determinada, más que por un
deseo de independencia económica, sobre todo por el temor ante la
instauración de un Estado supranacional continental.
En
el momento de la disolución de la URSS, Francia y Alemania trataron de
preservar sus lugares en el mundo resolviendo el problema de su estatura ante
el gigante estadounidense. Decidieron entonces reunificar las
dos Alemanias y fundirse juntas [Francia y la nueva gran Alemania] en un
Estado supranacional: la Unión Europea. Con la experiencia que ya tenían
de cooperación entre los Estados, creyeron que sería posible construir ese
gran Estado supranacional a pesar del dictado del entonces secretario
de Estado James Barker, que imponía una ampliación forzosa de la UE
hacia el este.
Durante los
debates sobre el Tratado de Maastricht, los gaullistas franceses opusieron el
«supranacionalismo europeo» al «soberanismo». Para ellos,
el marco nacional era la democracia y la escala europea significaba
burocracia. Para vencer la resistencia de los gaullistas,
el presidente francés François Mitterrand y el canciller alemán Helmut
Kohl comenzaron por crear la confusión entre el soberanismo democrático (sólo
el pueblo es soberano) y el soberanismo nacionalista (la nación es el único
marco conocido para ejercer un poder democrático). Luego asimilaron
toda forma de «soberanismo» al «chauvinismo» (el hecho
de considerar que sólo lo nacional es bueno y de despreciar todo
lo que venga del extranjero).
Se adoptó el
Tratado de Maastricht y ese documento transformó un sistema de cooperación
entre Estados en un Estado supranacional (la Unión Europea), a pesar
de que ni siquiera existía algo que pudiese llamarse «nación europea».
Se reescribió
la Historia, tanto para hacer creer que el nacionalismo es la guerra como
para borrar las huellas de las políticas chauvinistas antirrusas. Francia
y Alemania crearon un canal de televisión binacional llamado Arte,
cuyos programas debían presentar el nazismo y el sovietismo como
dos regímenes totalitarios resultantes de un mismo nacionalismo.
Se creó deliberadamente la confusión entre el nacionalismo alemán y el
racialismo nazi –a pesar de que el racialismo nazi es incompatible con la
idea nacional germánica, que no se basa en la raza sino en la
lengua. Y se borraron también las huellas de los esfuerzos que hizo
la URSS por sellar una alianza antinazi. Se modificó asi el
significado del Pacto de Múnich y del Acuerdo Molotov-Ribbentrop.
Treinta años
más tarde, las instituciones “europeas” concebidas entre 6 países y
desarrolladas entre 12 están resultando imposibles de sostener a la
escala de 28 países, cosa que Estados Unidos ya había anticipado. La
Unión Europea se ha convertido en un gigante económico… pero sigue
sin existir la “nación europea” y los Estados miembros de la UE han
perdido su soberanía nacional pero siguen sin tener una ambición
política común.
Para tener
una idea del error cometido pregunte usted a un soldado del embrión de
“ejército europeo” si está dispuesto a «morir por Bruselas» y
vea su cara de asombro. Los soldados están dispuestos a dar la vida
por su país… pero no por la Unión Europea.
El mito que afirma que «la
Unión Europea es la paz» aportó a la UE el premio Nobel de
la Paz en 2012, pero:
Gibraltar sigue siendo
una colonia británica en suelo español;
Irlanda del Norte es
también una colonia británica en suelo irlandés;
y, sobre todo, el norte
de Chipre sigue bajo la ocupación militar del ejército turco.



Francia y
Alemania creyeron que, con el paso del tiempo, las particularidades
británicas determinadas por la historia se disolverían en el Estado
supranacional. Olvidaron que el Reino Unido no es una República
igualitaria sino una monarquía parlamentaria clasista.
Debido a los
restos de su imperio colonial en Europa occidental, el Reino Unido
nunca pudo integrar el proyecto franco-alemán de Estado supranacional.
Rechazó además varios elementos importantes del Tratado de Maastricht, como su
moneda supranacional, el euro. La lógica interna del Reino Unido
empujaba irresistiblemente ese país a fortalecer su alianza con
Estados Unidos, cuya cultura comparten parte de sus élites.
Es por eso que la administracion Bush se planteó, en
el año 2000, la inclusión del Reino Unido en el Tratado de Libre Comercio
del América del Norte (TLCAN) y la posibilidad de organizar su salida de la
Unión Europea.
El hecho es
que el parlamento británico nunca optó por uno de los dos lados del
Atlántico. Hubo que esperar al referéndum de 2016 para que el pueblo
británico escogiera, optando por el Brexit. Pero la eventual salida británica
de la Unión Europea volvió a abrir una herida que se había olvidado.
La creación de una frontera aduanal entre la República de Irlanda e
Irlanda del Norte pone en peligro el acuerdo de paz, conocido como
«Acuerdo del Viernes Santo», entre la República de Irlanda y el
Reino Unido, acuerdo que no fue concebido para resolver un problema sino
sólo para congelarlo.
El sistema
político británico se basa en la bipolaridad. Esto se ve
físicamente en el salón donde se reúne la Cámara de los Comunes, donde
los diputados no se sientan en un hemiciclo sino frente
a frente. El hecho es que el Brexit plantea simultáneamente
dos cuestiones existenciales: ser o no ser miembro de la Unión
Europea y mantener o no la colonización de Irlanda del Norte. Durante los
3 últimos años, todos hemos podido comprobar que la Cámara ha sido
incapaz de llegar a una decisión de la mayoría sobre alguna de las
4 opciones posibles. Esta situación ha afectado gravemente la economía
británica. Según un informe confidencial de Coalition,
las comisiones bancarias se ganan cada vez menos en la City
londinense y cada vez más en Wall Street.
El sistema
político británico es pragmático. Nunca fue pensado como sistema político
y nunca ha llegado a tener reglas escritas. Es resultado de miles
de años de enfrentamientos y de correlaciones de fuerza. Según el estado
actual de la tradicional constitucional, el monarca sólo hace uso del
poder si está en juego la supervivencia de la nación.
Es por eso que la reina decidió suspender (eufemísticamente «prorrogar»)
el parlamento para dar a su primer ministro la posibilidad de
desbloquear la situación. Normalmente, la reina sólo puede suspender
el parlamento por razones técnicas (como una elección, por ejemplo)
pero no para poner la democracia entre paréntesis.
Resulta
extremadamente interesante observar la emotiva reacción que la decisión de
la reina provocó en el Reino Unido. Todos los que se opusieron al Brexit
se dan cuenta ahora de que han pasado 3 años en
discusiones estériles y que han alcanzado los límites de la democracia.
Algunos, incluso en la Europa continental, descubren con asombro que
la democracia implica la igualdad entre todos los ciudadanos y que,
por consiguiente, es incompatible con un sistema que sigue siendo
una monarquía clasista.
El error de
apreciación sobre el cual se asienta todo esto nos remite además a la
creación de las instituciones europeas basadas en el modelo concebido
precisamente por Winston Churchill. Para Churchill
no se trataba de unir democracias ni de crear un Estado
supranacional democrático sino de evitar el surgimiento de una potencia
hegemónica en el continente europeo. O sea, impedir que Alemania lograra
levantarse nuevamente y, al mismo tiempo, poner a Europa
en condiciones de enfrentarse a la Unión Soviética. Al contrario de
lo que proclaman los eslóganes que tan hábilmente utilizó,
el objetivo de Churchill no era oponerse al modelo comunista sino
continuar la política que ya había aplicado durante la Segunda Guerra
Mundial: debilitar a las dos principales potencias continentales
–Alemania y la URSS– a las que dejó luchar solas una contra otra
desde junio de 1941 hasta septiembre de 1943, sin implicar en
la lucha ni un solo ejército británico.
Así que no es
sorprendente que el presidente francés Francois Mitterrand, quien había
participado con Winston Churchill en el Congreso Fundador realizado en
La Haya en 1948, nunca se preocupara por el déficit de
democracia del Estado supranacional que él mismo concibió con el
canciller alemán Helmut Kohl a raíz de la disolución de la URSS.
Boris
Johnson es un típico producto del Eton College, aunque parte de
su educación se desarrolló en Estados Unidos –renunció a la
ciudadanía estadounidense en 1996 para tratar de entrar a la Cámara de
los Comunes. Es un discípulo de dos grandes personalidades del
Imperio británico. Primeramente, de Benjamin Disraeli, el primer ministro
de la reina Victoria. Johnson hereda de Disraeli su concepción del llamado Conservatism
One Nation, según la cual la riqueza confiere a quien
la posee una responsabilidad social –la élite (upper class) tiene
la obligación de dar trabajo a las clases pobres para que cada cual
se mantenga en su lugar. La otra personalidad es Winston
Churchill, sobre quien incluso escribió un libro.
Theresa May
se planteó sucesivamente 3 modos diferentes de compensar la salida de la
Unión Europea: convertir el Reino Unido en el agente cambiario del yuan chino
en Occidente, fortalecer la «relación especial» con
Washington [y redinamizar el Commonwealth (Global Britain).
Boris Johnson
se sitúa en la continuidad de esos modelos aunque focalizándose en la «relación
especial» con Estados Unidos y echándose en brazos del presidente
Trump en el G7, aunque no comparte los puntos de vistas del
estadounidense, ni en economía, ni en política internacional. También es
lógico que haya mentido descaradamente contra Rusia en el momento del caso
Skripal que no sólo quiera sacar al Reino Unido de la Unión
Europea, sin importar el precio a pagar por ello, sino
también, y sobre todo, sabotear la aventura supranacional continental.
Si Boris
Johnson logra mantenerse como primer ministro, la política
internacional de la «pérfida Albión» consistirá en servir de
consejera a Washington y en provocar conflictos entre la Unión Europea
y Rusia.